Albert Sesma - Interior Derruido - www.galeriadeartelazubia.com |
Hace mucho tiempo, cuando se luchaba en España por la consecución de un estado democrático, y siendo yo aún muy joven, un pariente mío de avanzada edad y de ideas más que conservadoras me interrogaba que qué era eso de la democracia, si él no podía salir a la calle con la seguridad con la que lo había hecho hasta ese momento, que los malandros se habían apoderado de todos los derechos y garantías jurídicas de tal forma que se había perdido el respeto a la autoridad, mientras que las personas honradas no tenían cabida en ese tipo de sociedad.
Eso sí, se contaba con ellos para pedirles el voto, so pretexto de que los contrarios les iban a retirar la paga de jubilados.
Como digo, este pariente mío (fallecido hace tiempo), de carácter hermético y educación castrense, no sé por qué intuí, que votó, no obstante, a Felipe González en su primera legislatura, a pesar de que siempre manifestaba su desacuerdo en contra de las costumbres y de las leyes que había articulado nuestro Estado por aquel entonces.
Recuerdo también cómo fundamentaba sus argumentos inquiriéndome para que le respondiera que para qué quería un hombre que pasaba hambre tanta libertad, puesto que lo primero era el alimento diario, bajo un techo que lo cobijara. Arremetía contra todo y significaba que en cualquier tiempo no había habido ley, ni justicia, ni institución que cumpliera con su deber y que ya comprobaría con los años que lo que unos legalizan otros lo prohíben, siempre en beneficio de los gobernantes de turno.
Hoy, los años de devoción que sentíamos por la restauración de un Estado Democrático por el que luchamos como el menos malo de los sistemas o formas organizativas de la sociedad están dando paso a movimientos contrarios de deslegitimación del mismo por una inmensa mayoría de la sociedad civil, que no se siente representada en los parlamentos en los asuntos que más les afectan.
El Estado se ha convertido en el gran deudor de las empresas, hasta arruinarlas, cuando su afán recaudatorio, paradójicamente, parece insaciable; cercena con sus exagerados impuestos y trabas burocráticas la iniciativa privada, emplea el dinero que recauda en sanear entidades financieras, por la nefasta labor de sus directivos que, a pesar de todo, son remunerados con cantidades descomunales por hacerlo mal; endeuda a España, mediante solicitud de créditos al exterior, y a veces son los mismos bancos los que compran la deuda con el dinero del saneamiento que anteriormente habían percibido.
La deslealtad de muchos políticos con la ciudadanía es horrenda, pues el dinero corre por los paraísos fiscales de forma perceptible en connivencia con determinados políticos o bien circulan por los subterráneos de la corrupción de forma imperceptible.
En fin, creo que hemos envejecido ya en una forma de Estado tan desbordada, que en verdad es prodigioso que pueda mantenerse, como veo también asombroso que la voluntad de los hombres pueda sujetarse a cualquier precio.
En este estado de cosas, veo no ya una acción ni tres ni cientos, sino costumbres de uso común cada vez más frecuentes y furiosas en las que la sociedad se manifiesta al margen de las instituciones, señalando al Estado como al peor de los enemigos y con continuas amenazas a la desobediencia civil.
Los indignados ven cada vez con más rabia como sus exigencias son desoída por nuestros políticos en la calle, en la lucha por conquistar una "democracia real". Lo que sucede es que tampoco, la sociedad civil, es decir, el no Estado sea garantía alguna, ni pueda estructurarse de la noche a la mañana como alternativa al Estado actual.
Tampoco creo en la regeneración y las reformas desde dentro y desde arriba del Estado, ni en la regeneración social y política, ni en declaraciones grandilocuentes de una nueva ética al servicio del interés general y no de una minoría.
Creo en lo que veo: la semana pasada un hombre se ahorcó una hora antes de que el banco lo dejara sin casa, otro padeció dos ictus por el mismo motivo y millares de personas en nuestro país se les amontonan los sufrimientos por no poder hacer frente a sus hipotecas. Así han aumentado las enfermedades, la hambruna y la esperanza de vida descenderá como ha ocurrido en otros países rescatados de nuestros entorno.
Y todo esto, ante el inmovilismo del Estado que se deja llevar al dictado de los mercados, que degrada nuestra condición humana hasta límites insostenibles.
Eso sí, se contaba con ellos para pedirles el voto, so pretexto de que los contrarios les iban a retirar la paga de jubilados.
Como digo, este pariente mío (fallecido hace tiempo), de carácter hermético y educación castrense, no sé por qué intuí, que votó, no obstante, a Felipe González en su primera legislatura, a pesar de que siempre manifestaba su desacuerdo en contra de las costumbres y de las leyes que había articulado nuestro Estado por aquel entonces.
Recuerdo también cómo fundamentaba sus argumentos inquiriéndome para que le respondiera que para qué quería un hombre que pasaba hambre tanta libertad, puesto que lo primero era el alimento diario, bajo un techo que lo cobijara. Arremetía contra todo y significaba que en cualquier tiempo no había habido ley, ni justicia, ni institución que cumpliera con su deber y que ya comprobaría con los años que lo que unos legalizan otros lo prohíben, siempre en beneficio de los gobernantes de turno.
Hoy, los años de devoción que sentíamos por la restauración de un Estado Democrático por el que luchamos como el menos malo de los sistemas o formas organizativas de la sociedad están dando paso a movimientos contrarios de deslegitimación del mismo por una inmensa mayoría de la sociedad civil, que no se siente representada en los parlamentos en los asuntos que más les afectan.
El Estado se ha convertido en el gran deudor de las empresas, hasta arruinarlas, cuando su afán recaudatorio, paradójicamente, parece insaciable; cercena con sus exagerados impuestos y trabas burocráticas la iniciativa privada, emplea el dinero que recauda en sanear entidades financieras, por la nefasta labor de sus directivos que, a pesar de todo, son remunerados con cantidades descomunales por hacerlo mal; endeuda a España, mediante solicitud de créditos al exterior, y a veces son los mismos bancos los que compran la deuda con el dinero del saneamiento que anteriormente habían percibido.
La deslealtad de muchos políticos con la ciudadanía es horrenda, pues el dinero corre por los paraísos fiscales de forma perceptible en connivencia con determinados políticos o bien circulan por los subterráneos de la corrupción de forma imperceptible.
En fin, creo que hemos envejecido ya en una forma de Estado tan desbordada, que en verdad es prodigioso que pueda mantenerse, como veo también asombroso que la voluntad de los hombres pueda sujetarse a cualquier precio.
En este estado de cosas, veo no ya una acción ni tres ni cientos, sino costumbres de uso común cada vez más frecuentes y furiosas en las que la sociedad se manifiesta al margen de las instituciones, señalando al Estado como al peor de los enemigos y con continuas amenazas a la desobediencia civil.
Los indignados ven cada vez con más rabia como sus exigencias son desoída por nuestros políticos en la calle, en la lucha por conquistar una "democracia real". Lo que sucede es que tampoco, la sociedad civil, es decir, el no Estado sea garantía alguna, ni pueda estructurarse de la noche a la mañana como alternativa al Estado actual.
Tampoco creo en la regeneración y las reformas desde dentro y desde arriba del Estado, ni en la regeneración social y política, ni en declaraciones grandilocuentes de una nueva ética al servicio del interés general y no de una minoría.
Creo en lo que veo: la semana pasada un hombre se ahorcó una hora antes de que el banco lo dejara sin casa, otro padeció dos ictus por el mismo motivo y millares de personas en nuestro país se les amontonan los sufrimientos por no poder hacer frente a sus hipotecas. Así han aumentado las enfermedades, la hambruna y la esperanza de vida descenderá como ha ocurrido en otros países rescatados de nuestros entorno.
Y todo esto, ante el inmovilismo del Estado que se deja llevar al dictado de los mercados, que degrada nuestra condición humana hasta límites insostenibles.