El
pretérito es tiempo perfecto, el único posible. El presente es efímero, un
instante indeterminado, a menudo desvaído en estímulos secundarios y presencia
avasallante que condicionan nuestra percepción del ‘ahora’. El futuro aún no
existe. Cuando hacemos planes de futuro, nos ilusionamos o tememos una certeza
instalada en el devenir, en realidad lo que hacemos es otorgar rango fáctico a
una conjetura plausible, la hipótesis de que en el tiempo futuro las cosas van
a transcurrir como prevemos. Pero ese mundo por llegar que habita en nuestra
conciencia y ya opera en nuestras emociones y sentimientos, tiene el
inconveniente, dictado por la pura lógica, de que será o no será. De ahí la
frustración; de ahí, de vez en cuando, el alivio: «¡De buena nos libramos!».
Dejando a un lado la convicción sobre la muerte, sólo el pasado es lugar
seguro, indubitado. Aunque no inmutable.
Leo
estos días el poemario ‘A propósito del recuerdo y el olvido’, de Pedro López,
y algunos de sus versos me confirman que, en efecto, el tiempo pasado puede
revisitarse desde distintas miradas o estados de ánimo, y sobre todo: diferente
sensibilidad. Nuestro pasado siempre está, pero casi nunca es el mismo. De
igual manera que muta (¿evoluciona?) nuestro aprecio de la realidad inmediata
conforme la experiencia del tiempo vivido nos abastece de «elementos de
juicio», el valor del pasado, nuestro pasado y el de los demás, incluso el
ideario común sobre una Historia compartida, se transforma paulatinamente,
metódicamente, al mismo tiempo que crecemos como individuos y forjamos una
conciencia paciente, reflexiva, acomodada en la paradoja de sabernos implacables
en el juicio al mismo tiempo que indulgentes (con frecuencia demasiado),
respecto al uno y al prójimo.
La
melancolía del poeta joven es arrasadora, diluviana, incontenible al igual que
sus entusiasmos y pasiones. Por el contrario, el lento recuerdo de los días que
han pasado para siempre, «como la sombra viajera de una nube», en el poeta de
edad madura se manifiesta entibiado por la aceptación. El pasado, fuese de
júbilo o calamidad, ya no es territorio de lamento y desgarro, sino de
aprendizaje y, va de suyo, gratitud hacia la vida. Alguien que sabía, dijo
alguna vez que todas las vidas vividas de cerca son un drama (puede que una
tragedia), pero alumbradas en la distancia son comedia. Yo creo que el sentido
último de la sabiduría existencial consiste en convertirnos en seres capaces de
observar nuestro propio viaje como síntesis de drama y comedia donde impera el
orden exacto, benefactor, del sosiego y la conformidad. Sé bien que en estos
tiempos de indignaciones, emergencias y furor de escandalizados, el sosiego y
la conformidad no son virtudes en alza, ni siquiera valoradas; pero este
desequilibrio no se produce por decaimiento del ‘estar’ en acomodo con la vida,
sino por el mínimo nivel de tolerancia a la quietud que marcan los nuevos
dogmas ideológicos. Allá debates: en los fragores de un mundo convulso, puede
que ya en ruinas, a la arenga del visionario apocalíptico prefiero la calma
luminosidad del poeta: «Ni esta casa ni yo somos los mismos,/ hay una luz de
poniente gastada/ como un vuelo obstinado de pájaros/ que me ocupa todo el
pensamiento». La resistencia al cambio, tan denostada en esta época, empieza
realmente cuando somos incapaces de aceptar que, sin remedio, llegará un día en
que ni el hogar que nos cobija ni nosotros seremos los mismos. Cualquier otra
mudanza deja atrás lo que importa y, a mayor desdicha, abunda en lo que sobra.
Lo sé, entre otras razones, porque he leído ‘A propósito del tiempo y el
olvido’, y lo he hecho como corresponde acercarse a los poetas que tienen el
coraje de estar en el mundo y no en las nubes: con inmensa gratitud.
Publicado el 27 de octubre de 2016 en IDEAL, página 32.
Publicado el 27 de octubre de 2016 en IDEAL, página 32.