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Germán Aracil - www.mileniumgallery.com |
A
veces a todos nos gustaría vivir prescindiendo de toda compañía, sin deudas ni
deudores, sin declaración de la renta, ni de IVA, sin impuestos estatales,
autonómicos o municipales, sin papeleos, sin
colas, sin atascos de tráfico, sin dependencia laboral o familiar y no
sé cuántas cosas más; pues, hemos llegado a tal estado que cada día nos
pertenecemos menos a nosotros mismos.
En
resumidas cuentas, me parece que nunca alcanzaremos el deseo que tenemos
reservado en la trastienda: alcanzar el retiro y la soledad en algún momento y
que todos nuestros actos dependan de nosotros mismos y no estén sujetos a la
sociedad.
Sin
embargo, entregamos gustosamente salud, reposo y vida a cambio de mantener
mujer o marido e hijos, porque tememos a envejecer en la tediosa soledad.
Cuando
la vida se estrecha y los años pesan, el mundo actual nos empuja a seguir
ocupados en otras empresas; como si ya no hubiéramos vivido bastante para los
demás, seguimos enredados en otras ligaduras que nos atan, al final de la vida,
y nos alejan más de nosotros mismos.
Lo
más hermoso del mundo es saber pertenecerse, pero lo demás y los demás viven
adheridos a nosotros, de tal suerte, que no nos podemos desprender de nada sin
arrancarnos la piel. Se preguntaba Terencio que cómo podía ser posible que el
hombre pudiera amar cualquier cosa más que a sí mismo.
La
respuesta parece fácil, si llegamos al razonamiento de que no hay nada más
opuesto a la soledad y al retiro que la ambición, y lo que entiendo que es
bastante peor: la avaricia. El hedonismo y el reposo del retiro en soledad no
pueden alojarse en la misma alma del ser humano. En este mundo son incoherentes
e incompatibles.
El
hombre actual que expresa sus deseos (incluso a mediana edad) de querer
apartarse de los asuntos meramente mercantilistas o públicos, que han guiado su vida, no
busca, sino de miles formas seguir acumulando bienes, por muchas noches de
insomnio que le hayan producido y le sigan produciendo, aun cuando lo nieguen
otras tantas miles de veces.
Se
trataría, por tanto, de conservar los placeres de la vida que uno tras otro los
años le arrancarán de las manos sin haber disfrutado de la soledad, que se
forja en el reposo espiritual, muy lejano, por cierto, de la blanda y
adormecida ociosidad.
Veamos
al mendigo callejero para corroborar hasta que límites llega su necesidad
natural, y observemos cómo es más sano éste que el obsesivo por la fama y el
dinero. Pongámonos en su lugar y calcemos nuestro espíritu a su manera.
Entonces observaremos como lleva con mucha más paciencia que nosotros la
pobreza, la enfermedad y hasta la propia muerte.