Cuando un dirigente político para llegar a gobernar él
o los de su partido de manera un tanto embrollona, intenta justificar a los
ciudadanos sus actuaciones con acuerdos peripatéticos, «corrigiendo el
resultado de las urnas» me parece a mí que eso es una democracia moribunda.
Todo este ridículo espectáculo que nos ofrecieron las
televisiones en directo en la investidura del nuevo president, Carles
Puigdemont, elegido con el dedito por el mismo que «se queda en el cubo de la
basura histórica» y que éste, a su vez, fue elegido de la misma manera por otro
president que está imputado en los casos corrupción más graves de nuestra
historia contemporánea, me hace ser cada vez más escéptico al democratismo.
Si el derecho a decidir y la democracia se reduce a la
consigna de mantener lo que se tenga y robar cuanto se pueda, yo no voy a creer
jamás en la democracia, por mucho que se empeñen en convencerme que la mayoría
de los políticos son honrados.
Si el voto anticapitalista se mezcla y se aúna, según
sople el viento, con el voto de economías de mercado o el voto asambleario se
puede manipular más que el representativo, para producir empates o desempates,
según convenga, tampoco voy a creer en el voto de las asambleas como más
directo y democrático para atender mejor las necesidades de la gente.
La obcecación del ya expresidente Artur Mas, ha
arrastrado a su propio partido y a las propias CUP a perturbarlo todo, de tal
forma que no sé hasta qué punto los ciudadanos catalanes independentistas
tienen un criterio riguroso y formado de lo que pretenden sus dirigentes en el
ámbito social y económico. Quizá, lo único que puedan tener claro estos
electores es que han dado un paso muy importante para separarse de España, aun
a sabiendas de que más de la mitad de los catalanes no quieren esa
independencia ni ser cautivos de colectivismos que los conduzcan al
despeñadero.
Hay, por tanto, que tener bien aprendida la lección:
los enemigos oficiales pueden ser amigos privados y los amigos o aliados
públicos se tienen ganas, yo diría que, a veces, un odio mortal, de tal manera
que la apariencia y la realidad siempre andan enmarañadas en política.
Que nadie piense que va a tener que estudiar la
Constitución catalana y adaptarse a ella, si quiere vivir en su región. Eso no
va ocurrir jamás, entre otras razones, porque el único partido que
hipotéticamente permitiría el referéndum, desde la Constitución, sería el
partido de Pablo Iglesias y, claro está, éste con la concepción
intervencionista que tiene del Estado (además de expansionista hacia Europa)
solicitaría un no rotundo a la población catalana desde el poder.
Por esto, todo lo que está ocurriendo en España y en
Cataluña es un esperpento en el sentido más valleinclanesco de su visión de la
realidad. Sus actores son «enanos o patizambos que juegan una tragedia». Decía
Valle-Inclán: «España es una deformación grotesca de la civilización europea».
¿Puede haber algo más grotesco que el finalizar una
sesión de investidura de aquella manera (en domingo y con prisas) con la
expresión «viva Cataluña libre», pronunciada por el nuevo president de la
Generalitat, Carles Puigdemont.
Vamos, como si Cataluña estuviera o hubiera estado
colonizada por ‘los invasores’ (de no sé dónde) y no hubiera habido nunca
libertad, sino que hubiera sobrevivido bajo la bota del pueblo español, del que
ellos han formado parte como sujetos activos, durante muchos siglos de nuestra
historia, con riquísimas aportaciones e importantísimas adopciones del resto
del territorio, en el campo de las ciencias, de las técnicas, de las letras y
de la cultura en general.
¿Alguien, en su sano juicio, puede pensar que este
escenario actual no estaría contemplado en Europa, en España y en el mundo
occidental, mucho antes de que se produjera este chanchullo de votaciones (te
presto, te cambio, doy un paso al lado, te quito de alcalde, te presento a
president, te nombro consejero) y que no existirían distintas respuestas
eficaces a priori, para cada circunstancia concreta, que se les ocurriera a
estos visionarios políticos?
Por tanto, no va a pasar nada, absolutamente nada, por
muy alarmados que quieran estar algunos. Lo que sí parece inevitable serán los
enfrentamientos, convulsiones sociales, cruces de declaraciones en tonos
amenazantes, acentuación de rivalidades o discursos grandilocuentes. Todo esto
orquestado, cómo no, por mediocres ciudadanos llenos de pretensiones políticas
que les gustan que les aplaudan y que les den muchos abrazos; aunque, la
crítica, la autocrítica y la reflexión severa e inteligente quede aparcada sine
die. Pues nada, a los abrazos y a seguir aplaudiendo.
Artículo publicado en IDEAL el 25 de enero de 2016.