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El próximo 26 de junio volveremos otra vez a votar los
españoles. No ha habido acuerdo entre las distintas formaciones que surgieron
de las urnas el pasado día 20 de diciembre y mucho me temo que, como no exista
un mínimo de honradez en los políticos para no convivir en la continuada
controversia, esto va para largo.
Hemos asistido durante más de cuatro meses a debates,
coloquios, charletas y a confusiones extraordinarias, pero muy poco se ha
debatido de la realidad española, y, por el contrario, todo ha desembocado en
tesis que expresaban y defendían más puntos de vista personales en la afanada
búsqueda del poder que en el interés común, utilizando no sólo métodos cínicos,
sino las argumentaciones más groseras que se han podido ver y oír jamás en el
Parlamento español.
El hombre democrático tiene que concebir mil formas de
pensar distintas a la suya, pero el político parece que está condenado a no
permitir en sus concepciones intelectuales e ideológicas que la interpretación
de la sociedad en cada momento de la historia sea distintas y, mucho menos, que
la del adversario pueda ser más acertada.
Con lo bien que quedaría que alguna vez se dijera:
«Sí, estaba en un error, pero luego varié». Y no pasaría nada, porque se puede
cambiar por la reflexión o por lo que sea; pero, lo que no nos valdría a nadie
es pasarse a la acera de enfrente para gozar de los beneficios de los que
tienen más posibilidades de ganar. Maniobra que es bastante fea, cuando se
realiza para conseguir estos fines.
La obstinación de los partidos en defender modelos
económicos y sociales fracasados podría ser excusable en alguna medida, toda
vez que, de no hacerse así, podría ser interpretado en el electorado de cada
grupo, como la renuncia inmediata a la defensa de unos principios que aparecen
en los distintos programas de algo que parece verdadero e inmutable. Y claro
está, como consecuencia inmediata, la pérdida del poder, o como dirían otros,
quedar fuera en «el reparto de sillones».
Por eso los políticos se diferencian muy poco de los
antropófagos y, en el triste negocio del poder y la gloria, les hace darse
embestidas con la misma ferocidad que los carneros muflones en celo,
olvidándose de los más elementales respetos humanos en una apresurada conquista
de «su clientela», con argumentos, generalmente, ad hominem.
Conocedores de esto, la gente es utilizada, en
ocasiones, para que encuentren motivos ideológicos en su simpatía o antipatía a
favor o en contra de una determinada concepción social o económica, cuando la
mayoría de las veces no los hay, es el instinto el que reina como en los
animales; imperan las rivalidades y los celos. Son paquetes de odio envasados
al vacío tal y como hemos visto en este periodo más que preelectoral.
Lo interesante es que ahora se puede tener un criterio
personal más formado, se han puesto las cartas al descubierto en este largo
periodo para hacer un gobierno, ahora ya se conocen con más claridad las
distintas opciones, ahora hemos detectado en estos tiempos que crujen (y que
todo avanza de manera vertiginosa) que algunos no utilizan la misma medida para
todo y para todos, que algunos deberían llevar el apodo de chanchulleros, que
algunos nadan entre muchas aguas y que a otros les parece casi indigno que la
prensa ofrezca juicios críticos.
Ahora se van a presentar los mismos líderes, pero
también conocemos cuál ha sido la gestión de sus grupos en la comunidades
autónomas, ayuntamientos y diputaciones gobernados por unos y otros y, por
tanto, ya sabemos que lo que prometieron en su día en qué ha quedado, ahora
conocemos más a fondo la vulgar arbitrariedad política de ayuntamientos y el
estado de nuestra ciudades, de nuestras calles y de nuestros barrios.
Es la hora de España, de que se identifiquen a los que
realizan maniobras arteras y que, sin embargo, se presentan poco menos que como
elementos quintaesenciados de la Universidad de Harvard; que tienen una idea de
sí mismos que no la tendría Newton o Stephen Hawking y que, además, pareciera
que gozan de un fuero especial, porque sí, y que, sin embargo, sobreviven
perfectamente entre la mediocridad intelectualizada de este país.
Será necesario pactar con más decoro en la nueva
legislatura, aunque pactar signifique renunciar a refutar argumentos sólidos y
reflexionados de los adversarios y a no debatir exclusivamente por alcanzar las
tesis de cada cual, sino que el pacto debe estar basado siempre en un ejercicio
intelectual constante en la búsqueda de juicios verdaderos, y pensar en estos
momentos de la necesidad imperiosa que tiene España de un gobierno que
garantice el progreso social, moral y económico.
Llevar esto a la práctica es muy difícil, pero los
países que lo han conseguido no ha sido por una forma de gobierno, por una
constitución, por la forma de sus instituciones públicas o por algo que no
depende de la utopía, sino por su cultura, por su experiencia democrática y por
su ciencia.
Artículo de opinión publicado en el periódico Ideal el 3 de mayo de 2016
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